Dios se goza en la diversidad, en la complejidad de la fe, en las mil formas de adorarle y comunicarnos con él. El síndrome del denominacionalismo se desmorona ante la fuerza del amor y del orden con que él quiere que le sirvamos como discípulos. Tenemos una identidad, una sola identidad: Hijos de Dios. Ya no somos esclavos, ni amos, ni judíos, ni gentiles, ni ingenieros, doctores, ni agoreros o diletantes, ni aficionados o profesionales. Nuestro pasado cambió cuando el Señor nos recibió en sus brazos, ya no hay que mirar atrás con la vergüenza de la culpa echada sobre tus hombros. Cuando mires atrás sólo mira la cruz de Cristo, él murió para cambiar tu pasado y darte un nuevo futuro, un don sin igual que él lo ofrece por gracia. Es el don inefable de la salvación.
Siempre habrá diversidad y eso es maravilloso. Estar unánimes en el Espíritu no significa necesariamente que tenemos que pensar exactamente igual. Incluso dentro de una misma congregación. Lo importante es el orden y la prioridad que le demos a Cristo, nuestra cosmovisión centrada en el Dios y en su hijo salvador. El desorden puede llevar al desenfreno y este al libertinaje. Los discípulos fueron llenos del Espíritu Santo y recibieron el mismo poder, pero ninguno se parecía al otro. Jeremías fue el profeta “llorón”, Isaías el más profético, Zacarías el más mesiánico, los tres eran profetas de Dios y los tres eras diversos en carácter y maneras de manifestar el poder que les fue dado por Dios para hablar a su pueblo.
Lo esencial es el amor. Los dones del Espíritu son herramientas para el progreso del Reino y del evangelio, son fundamentales para la vida de la Iglesia. Una iglesia donde no haya manifestaciones de los dones del Espíritu, sencillamente no es una iglesia neotestamentaria. Dios busca, al mismo tiempo, hombres de carácter, que opten por los dones pero con amor. Es el amor lo que perdura, lo que nos unirá a todos cuando todo sea perfecto y esa perdurabilidad es lo que hace que sea “el mayor” (1 Co 13.13). Por eso ese amor, ·…el sufrido, el benigno, el que no tiene envidia, que no es jactancioso, que no se envanece, ni hace nada indebido, ni busca lo suyo, que ni se irrita ni guarda rencor, sin se goza en la injusticia, sino en la verdad. El amor que todo lo sufre, que todo lo cree y todo lo espera y todo lo soporta es el único, definitivamente el único que nunca; nunca jamás deja de ser (2 Co 13:4-8). En ese amor debemos pensar y actuar, pues es el amor del orden, el amor sublime y poderoso que viene del perfecto Espíritu de nuestro Señor.
¡Dios te bendiga!
Nota editorial: Si quieres profundizar en esta reflexión, te recomendamos estudiar el sermón del pastor Roberto Miranda intitulado "
Una espiritualidad diversa".