Faustino de Jesús Zamora VargasHay una fe que no llega, que es mucho más pequeña que el grano de mostaza; que no sabe esperar, que se inquieta, que se amedrenta ante los espaldarazos que producen justamente las vivencias que tejemos por ser tan testarudos y continuar poniendo la confianza en nosotros mismos, o en aquella persona, cristiana o gentil, que es tan pecadora como nosotros. Una fe que desmaya, que es circunstancial porque te llega en algunos momentos y no siempre está ahí para darte valor, porque aflora a los sentidos cuando huele a espanto la tormenta y los pensamientos se te descabritan como caballos cerreros que rompieron sus arreos para correr a los cuatro vientos, sin dirección…sin Dios. Ese tipo de fe te vence, te deja arruinado por dentro, inerte, apático, derrotado antes de pensar siquiera en la batalla o en emprenderla. Lo más triste de todo es que ya hemos bebido bastante de la leche espiritual no adulterada que es la Palabra de Dios, y desde hace tiempo hemos dejado de ser niños en la fe. Sin embargo, caminamos con Cristo como si tuviéramos muletas, no avanzamos, no le alcanzamos, no lo exaltamos. Esa fe, hermanos míos, no viene de Dios.
Si eres de Cristo, de los elegidos por el Altísimo para ocupar una posición de honor en las huestes del Señor de todos los Señores, la fe no puede ser sólo un camisón de dormir para andar en las noches de oración en oración solicitando mil favores al Dios de tu salvación, pues si Él te salvó debes saber que posees ya una excelente porción de fe que necesitas hacer crecer en tu intimidad con Él. Sólo en la intimidad con Dios, en tu devoción personal, en tu cuota de pasión por el conocimiento de su eterno poder y perfectos atributos, la fe, que es también fruto del Espíritu, te puede llevar a conquistar lo inimaginable.
Dios no cree en las plusvalías que puedas ofrecerles, sino en tu corazón cubierto de fe; Él quiere que creas en Él en todo tiempo, en todo lugar, y no sólo en los amaneceres apacibles en que, sin procurarlo, te llega su paz y te inunda su amor; sino también cuando el león maligno, siempre rugiente, te asesta una de sus mordidas desgarradoras para probar…tu fe.
Dios odia el pecado, pero ama al pecador; el diablo ama que pequemos y nos odia por el simple hecho de ser hijos de Dios. Contra ese odio visceral, la fe salvadora, no intelectual ni ocasional, es el perfecto antídoto para no dejarnos inocular por la ponzoña del ángel caído. Es la guerra espiritual a la que estamos sometidos los cristianos cada día y esa guerra se vence con la fe en Cristo, nuestro Salvador y consumador de la fe. Si has creído en Él, cuando mires atrás no te rebusques en tus fracasos, sino en la Cruz, allí sucedió el más maravilloso acto de amor y de fe para que hoy puedas mirar al futuro confiado en aquel que amas hoy porque Él te amó primero desde entonces. Ofréndale tu fe, ceñida a la esperanza y al amor por Él y por el prójimo. Esa es la esencia de una vida de confianza en quien no escatimó por morir para darnos el don de la eternidad si nuestra sumisión y obediencia van de la mano entrelazadas por el irrompible y vigoroso hilo de la fe. ¡Suelta las muletas, pues la fe, hermano y hermana mía, te hace vencedor! ¡Dios te bendiga!