Faustino de Jesús Zamora VargasMuchas personas prefieren unirse a iglesias cuyos miembros se parezcan a ellos mismos en la forma de hablar, lucir y actuar. Necesitan verse identificados en estos aspectos de tipo sociológico. Cuando estas condiciones no están latentes en la iglesia para su autosatisfacción o, sencillamente, cuando no encuentran paradigmas que encajen en su manera de comportarse, de hacer y de proyectarse, se les desmoronan sus patrones preestablecidos, se les rompe el encantamiento de “la iglesia a su medida” y comienzan a moverse a otras iglesias en la búsqueda de la confirmación de sus estándares. Muchas personas, incluso bien intencionadas, vienen a la iglesia en busca de autocomplacencia y autorrealización, a encenderse en sus propias pasiones y emociones inciertas…y se olvidan de Cristo, el Señor de la Iglesia, el único digno de adoración, de honra y de alabanza.
Otros creen que la iglesia es como un teatro, un gran espectáculo. Se pasan la vida “buscando” la iglesia de sus sueños, la que les acomoda a sus sentimientos. Son los “saltimbanquis”, los que se olvidan que un día hicieron un pacto con su Señor de fidelidad hacia su congregación, de respeto, de caminar con Cristo a través de ella en las verdes y en las maduras, de ser un instrumento de bendición para sus hermanos. Son los que no creen que aún en la diversidad de la iglesia se pueda encontrar unidad y poner en práctica el amor fraternal a pesar de las diferencias. Si la diversidad no pone en peligro la doctrina cristiana, la misión y la visión de la iglesia, los compromisos con la membresía y la práctica del verdadero ministerio de la piedad y del amor edificante, no hay nada que temer. Estos hermanos son los que dicen con frecuencia: “hoy el Pastor no me edificó con su mensaje”, “la esposa de tal líder pasó por mi lado y ni siquiera me saludó”, “la alabanza estuvo floja” y otras murmuraciones de no poco peso. Esos jamás miraron la cruz de Cristo, nunca se enfocaron en su sacrificio; tomaron el regalo de la salvación, lo envolvieron en papelito de celofán y se lo llevaron a otra iglesia para mostrarlo como un trofeo que nunca ganaron por méritos propios, ni merecieron. Así las cosas ¿quién se perjudica? La iglesia podrá tener altas y bajas pero va a permanecer siempre. ¡Ah, qué hermoso es ver una congregación de cristianos comprometidos, con sentido de pertenencia, con pasión por la unidad y la convicción de que sus vidas están arraigadas a una comunidad de fe donde Cristo es Rey y Señor! El sentido de pertenencia fortalece nuestro testimonio, crea las bases para la armonía y el entendimiento mutuo y derriba todas las barreras de mundanalidad. Es el caldo de cultivo para la auténtica comunión cristiana, el compañerismo, la koinonía que agradan al Señor.
No es difícil mantener ese sentido de pertenencia cuando en la iglesia las cosas marchan bien, cuando las finanzas son abundantes, se está enfocado en una sola visión, hay crecimiento espiritual, compañerismo del bueno, el pastor nos regala buenos sermones y los líderes son amorosos y maduros. Difícil es cuando la iglesia atraviesa por crisis, esos momentos en que la unión es imperativa para salir a flote y continuar glorificando a Dios. La iglesia es el blanco más deseado del maligno para atacar sus flancos porque él sabe que en la Viña del Señor la cizaña hace a veces su entrada camuflada con atuendos de cristianismo, puede crecer a la par del buen trigo y mezclarse con éste y resulta difícil arrancarla de raíz sin dejar rastros de su existencia. Una de los deleites favoritos de Satanás es desenfocarnos atacando la unidad de la iglesia, la unidad por la que Cristo clamó al Padre con el ánimo de que los cristianos desde entonces y hasta hoy, fuéramos uno, como él y el Padre son uno. Son los compromisos a largo plazo y el sentido de pertenencia al Cuerpo de Cristo, más específicamente, a la congregación a la que pertenecemos, en la que hemos crecido espiritualmente, señales visibles de una sólida comunión con el Señor, de fidelidad hermana. No podemos hacer la iglesia a nuestra medida, porque la iglesia es del Señor y no nuestra.
Te animo a que mantengas una relación sana con tu congregación, de permanencia, de compromiso sólido, sin plazo fijo, independientemente de cualquier circunstancia. Sé íntegro y fiel a quienes una vez secaron tus lágrimas y te consolaron en momentos de necesidad. No seas adúltero. Ama a tu iglesia como Cristo la ama. No te detengas en reparar en el hombre, sino en tu Señor; Él nunca falla y menos con su novia que es su iglesia. Tú tienes un desafío por delante de cara a tu iglesia. Concéntrate en cuidarla y a hacer de ella la mejor plataforma para el compromiso, la consagración y el servicio cristiano. La iglesia se vive en comunidad y sin ti no está completa. Desarrolla el sentido de pertenencia no sólo en la unidad del Espíritu, sino en la comunión con los demás santos. El diccionario hispano-americano de la misión define comunidad como una colectividad organizada de personas, asentadas de forma duradera en un lugar determinado, que forman una unidad social autónoma y que participan en un fondo cultural e intereses comunes, que son la base de relaciones especiales y cotidianas. Nada más parecido a la Iglesia de Cristo. ¡Dios te bendiga!